Haciendo justicia a mi innata y casi legendaria tendencia a dejar las tareas para más tarde, escribo de nuevo en este blog pasados casi siete años desde la última entrada. Hace aproximadamente veinticinco años que me familiaricé con la palabra inglesa procrastinate, y mala cosa resultó ser, porque parece que su significado se instaló poderosamente en mí. Como quiera que no tengo la menor intención de autoflagelarme, voy a realizar el soberbio acto de seguir adelante como si nada hubiera pasado, si bien el tiempo, ineludiblemente, sí ha pasado. Incluso un confinamiento ha pasado.
Me produce, en principio, una irremediable sensación de vergüenza que una palabra que proviene del latín, y que tiene sus correspondientes derivas etimológicas en inglés y en español me llegara vía lengua inglesa. Pero esto tiene su explicación en base a dos hechos. Por una parte, el joven veinteañero que fui estaba muy ligado a la lengua de Marlowe, en lo académico y en lo personal; por otra, la versión inglesa en cuestión era ya muy utilizada en inglés, mientras que la española no estaba tan fuertemente instaurada en nuestro habla común. Sin embargo, en los últimos años se ha incrementado notablemente el uso de "procrastinar" en el idioma en el que escribo. Esto es un hecho del que ya se ha dado debida cuenta, no me atribuyo el sagaz apunte.
En este regreso a Equánimas puedo hablar del tiempo, cosa que se suele hacer cuando no se sabe de qué hablar. Acaso sea mi empeño en retomar el blog, mayor que la acumulación de contenidos que tengo en mi almacén esperando a ser transportados en estos articulillos, o como también se dice, entradas de blog. Pero no, hay muchos asuntos que atraen mi atención y me estimulan hacia la escritura, tanto como la escritura en sí misma. El pasado otoño me cogió en Novi Sad, capital de Voivodina, tierra de pasado austrohúngaro y, como en toda la geografía balcánica en general, con un cierto grado de concurrencia (no tanto mezcla) étnica; con húngaros, rumanos o eslovacos entre otros. Residir unas semanas por aquí puede no ser suficiente para hacerse una idea de la naturaleza de la convivencia entre ellos. La pizzería del barrio ofrece pizza húngara, no sé si este detalle tiene alguna implicación, pero, de nuevo, no creo que sea suficiente trabajo de campo como para disertar mucho sobre la sociedad local, si bien ciertamente no recuerdo haber visto tal nombre de pizza por tierras más occidentales, aunque sí recuerdo una tapa de ensaladilla húngara en la misma Sevilla. Por cierto, que hay ensaladilla rusa por aquí, y no es la única cosa que me resulta familiar, dado que en mi apartamento tengo persianas y ventanas oscilobatientes que me permiten disfrutar de oscuridad para la siesta, que además también se duerme aquí en Serbia.
Un día, al llegar a casa (temporal, pero casa), nos recibió junto a las escaleras de acceso al edificio la gatita que andamos alimentando, una bonita tricolor con rostro particular que la hace muy identificable. Antes de que pudiera subir a por la comida gatuna, apareció un muchacho con cierto aire zangolotino y sonrisa sincera que nos pidió que esperáramos dos minutos y salió corriendo. Tardó eso en volver con su propio sobre de comida gatuna. Su inglés no era muy bueno, pero dio para contarnos algún detalle sobre la gata, y para hacernos saber que Serbia no le hace exactamente feliz, mencionando que él es serbio, pero de origen eslovaco. Un apunte.
Voivodina me hizo sentir extrañamente a gusto pese a la extrañeza por el idioma, tanto hablado como escrito (por lo común, en cirílico); un sentimiento de cierta familiaridad, de cercanía a espacios atávicos de la mente, algo debe haber en mi experiencia infante que me produce esta sensación. Novi Sad tiene virtudes que me hicieron recorrer sus calles, tanto del centro antiguo como las avenidas que aventuran al fondo los montes tras el Danubio y la Fortaleza de Petrovaradin. Novi Sad es una ciudad para vivir. No es antigua, ni moderna, no deslumbra, ni alumbra, es sencillamente cabal, en su excelencia y en su miseria, esta última, de las más nobles que he conocido. Y cuando deslumbra, lo hace con sublimidad, con el saber estar de los voivodineses, que son planos (como su tierra) a ojos de los cosmopolitas belgradenses.
Hay pasajes insospechados en Novi Sad, salpicados por ignotas plazas que jamás verías si no te hubieras atrevido a cruzarlos. Pasajes y patios en los que puedes pararte a tomar una cerveza o una limonada y dejar que tus pensamientos avancen a ensoñaciones en las que apareces de nuevas. Tu continuidad vital ya no es tal y los saltos espacio-temporales te asaltan. Parece que el pasaje que te dio acceso a uno de los muchos patios viene de un subterráneo de Praga por el que pretendías cruzar el río Moldava, o del beer garden de un pub dublinés; apareces en Novi Sad y aún suenan los ecos de las gaviotas del Liffey. Yo te lo aseguro. En uno de los patios aparecí tras viajar en tren desde Hamburgo, mar a ambos lados para llegar a la Isla de Sylt y ver las nubes de Dinamarca. Decir dobro vece no fue suficiente, seguía sintiéndome transportado en el tiempo y el espacio, de tal modo que pensé que el próximo pasaje, más misterioso aún, me llevaría a Oakland donde fumaría un cigarrillo en un bar mientras entablaba conversación con el dueño y su selecta clientela (sí, existe, pero no te voy a decir dónde está). Hazlo, y podrás ir a donde te plazca. Puedes nadar río arriba hasta Budapest.
Viajar es una manera potente de salir de la rutina y de los círculos concéntricos que se ciernen amenazantes sobre el individuo con tendencia a la procrastinación, pero también puede ser una excusa para dejar de hacer ciertas actividades hasta la vuelta a casa. Depende del tipo de viaje, su duración, la compañía (o su ausencia), el lugar, el confinamiento...