Durante años, ir a París se me había presentado como una cita obligada que había sido abandonada a su suerte, a los designios del azar o a la voluntad ajena. Dejando a un lado la cuestión del azar o la voluntad ajena, estuve en septiembre de 2024 en París en corta visita, que no por breve anecdótica, pero sí por aislada incidental. La llegada a la ciudad en la noche incrementó el factor enigmático, estimulando la sensación de misterio ante la aparición de Notre Dame a la vez que llegábamos a cenar a Le Petit Châtelet, restaurante donde el regocijo de las especialidades culinarias y el júbilo del vino satisficieron nuestros paladares y elevaron nuestro espíritu, a modo de anticipo de las gratas experiencias que vendrían en los siguientes días. Las fechas eran de resaca olímpica, de hecho aún durante los Juegos Paralímpicos.
Y sí, siempre nos quedará París, porque la ciudad, que fuera de las luces, referente y centro gravitacional de la cultural europea durante La Belle Époque, o el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ofrece una experiencia trascendente para los espíritus libres, las mentes curiosas y los paladares más exquisitos, un disfrute que excita la sensualidad del intelecto para quien se atreva a hurgar entre las capas que han ido creando cierta pátina que solo la mente inquieta puede tratar de hacer más transparente de manera adecuada, aunque sea un mero ejercicio mental, para alcanzar una cierta recompensa que estimule el pensamiento y la experiencia. Y todo ello pese al fastidio de la masificación turística, que no sufrí en demasía; baste decir que no visité la Torre Eiffel, si bien la pude contemplar parcialmente en la noche desde el Puente de Alejandro III. Dada la reputación de zona de artistas y cierta bohemia, el paseo por Montmartre era obligado, incluyendo la escarpada subida por concurridas escaleras. Paseé entre los artistas que se apelotonan en Place du Tertre sin quedar realmente fascinado por el arte que allí se pinta, expone y vende. Si bien había artistas no exentos de calidad, lo que pude observar me resultó bastante previsible, aunque es posible que las expectativas del turista medio module el tipo de obras que se ofrecen, en su mayoría paisajes parisinos. La zona de la Basílica del Sacré-Cœur estaba realmente masificada, con música, dj's y mi desinterés total por permanecer mucho tiempo allí, ya que la música no me estimulaba a ello lo más mínimo. Mal no estuvo el recorrido en el trenecito turístico con parada junto a Moulin Rouge. Quizás lo que más disfruté allí fue el paseo calles abajo una vez que el trenecito nos hubo devuelto a la zona alta.
Por otra parte, cierto día teníamos la pretensión de visitar el Museo de Orsay, y allí que nos presentamos sin haber tenido la precaución de asegurarnos entradas y que estuviera abierto. Para nuestra frustración se encontraba cerrado ya que era lunes, justo el día de la semana que cierra. En mi defensa, yo no estaba realmente al mando, aunque tenía voto; mayormente me dejaba llevar. Lo cierto es que a falta del Orsay pudimos conseguir entradas para el cercano Museo del Louvre, que curiosamente no habíamos incluido en nuestra planificación del corto viaje inicialmente. El globo aerostático que se había estado usando para las olimpiadas estaba en las inmediaciones, lo cual añadía una curiosa capa de realismo a la sensación del turista en París por primera vez, ya que había salido en televisión repetidas veces en las últimas semanas. El Museo del Louvre merece un artículo para él solo. Tan solo comentaré la imposibilidad de contemplar la Gioconda adecuadamente, o acaso no tuve la paciencia necesaria para avanzar entre la multitud que se apiñaba frente a la celebérrima obra. Fui testigo de un momento algo tenso, ya que una turista intentó en repetidas ocasiones acceder a la zona acotada para la observación del famoso cuadro de Leonardo da Vinci por la zona de salida, donde se leía un cartel que prohibía la reentrada. Habiendo sido reprendida e invitada a salir de allí por el personal de seguridad, la turista insistía e inmediatamente volvía a escabullirse entre la gente, siendo finalmente acompañada a salir definitivamente del recorrido del museo sin que mostrara un comportamiento demasiado airado, pero sí contrariada y sin parecer entender muy bien lo que ocurría.
Comúnmente, el español que hable de Francia siempre va a ser mirado con recelo si se atisba el menor aire de afrancesamiento. El diccionario de la R.A.E. ofrece tres acepciones de la voz "afrancesado". La primera:
adj. Que admira excesivamente o imita a los franceses. Apl. a pers., u. t. c. s.
Esta definición deja a un lado a quien sencillamente gusta de asuntos, materias o vainas que vengan de Francia y que aprecia lo francés en su justa medida, sin excesos ni imitaciones flagrantes, ya que el afrancesado no solo admira, sino que lo hace en exceso o cae en la imitación. Hay que hacer no poco esfuerzo intelectual para atribuir algún carácter notable a cualquier idea, objeto e incluso manjar, que venga de Francia sin ser tildado de afrancesado, un riesgo que asumo entre determinado y resignado. Y aquí apunto que fui un gran aficionado al cómic desde niño. Los tebeos de humor de autores como Ibáñez, Escobar y otros; las aventuras de El Jabato, El Capitán Trueno, Tintín o Astérix; fueron historietas de iniciación para luego adentrarme en otro tipo de novela gráfica, mi rito de paso fue comprar mi primer ejemplar de CIMOC, a la sazón el número 20. Me hice mayor al pasar del tebeo al cómic, si aceptamos el matiz que diferencia ambos términos, y fue algo prematuro si tenemos en cuenta que las revistas de cómic en las que me adentré pertenecían a la categoría "para adultos", incluso recuerdo cómo un día, en una librería con un gran mesa dedicada a los cómics, el encargado me invitó a retirarme de esa zona dado que era para mayores, y yo era un adolescente aún, si bien para entonces ya estaba bien adentrado en las aventuras de Vicente Segrelles, Jordi Bernet o Alfonso Font, y estaba siguiendo mi camino hacia Pierre Christin, Didier Comès o François Boucq. Sí, también merece mención especial Jean Giraud (Mœbius). Ni se me ocurrió por un momento pensar que yo fuera un afrancesado por interesarme por el cómic francés, simplemente estaba disponible (en revistas españolas y en traducción) y era de calidad, de modo que leía indistintamente a los autores españoles, franceses, belgas o de otras nacionalidades.
Para un aficionado al cómic, París ofrece el atractivo de tiendas que pueden hacer las delicias de aquellos que forjaron su amor por el noveno arte antes de la invasión manga. Andaba yo con en la búsqueda de La Belette, de Comès, pero pasé de largo por las tiendas de la Rue Dante sin tiempo para detenerme y con el propósito de volver antes de partir de la ciudad de la luz y el amor. La agenda diaria de visitas turísticas y lo corto del viaje no me dejaron hueco para volver por esas tiendas en horario comercial. Son actividades que se quedan pendientes cuando vas a una ciudad y que te apuntas en tu lista de deseos para volver, como me ocurre con Nueva York y el Metropolitan Museum, Praga y la Ópera o Atenas y El Partenón. Por poner una guinda menos petulante, incluiría el Whisky a Go Go de Los Ángeles; pasé en taxi por delante del famoso local, pero eso fue todo, una visita nada rockera a la ciudad de los Mötley Crüe. Todo pendiente. Lo que sí me llevé de París como recuerdo, audible en este caso, fue un disco de Django Reinhardt y Stéphane Grapelli.
Y cómo no, espero volver a París.
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